martes, 16 de julio de 2013

J.M. Izquierdo: La descomunal indecencia del silencio

La descomunal indecencia del silencio

Es el momento de que muchos aúllen sus vergüenzas en plaza pública; que Rajoy pida perdón por el latrocinio de su tesorero, que Griñán se explique y los empresarios se excusen por apoyar a Díaz Ferrán.

(Fuente: El País)

 

José K. tiene una extraña peculiaridad lingüística. Será, quizá, por ese carácter insurrecto y levantisco que le acompaña desde pequeño —¡qué lejos aquellos tiempos de Pepito K.!— pero que se ha agudizado con la edad, casi tanto como las arrugas de la cara o, admitámoslo, también las del alma. La enfermedad, leve, es sin embargo manifiesta. Así que le dicen dulce y responde acíbar, le dicen blanco y contesta negro, le dicen dios y responde bueno o generoso. No puede remediar esta singularidad, por lo que ahora, a estas alturas de garrota, ha tomado la decisión de adoptarla como se admite a cierta edad la firma y la rúbrica.
Así que vestido de mercadillo, incluso ha encontrado unos pantalones con decenas de bolsillos —¿para qué servirán, se pregunta?— por un módico precio, chapiri contra el sol y alpargatas de siempre, apoyado en un bastón de madera sin barnizar, muy de verano, salta al asfalto para ver los ojos de otros seres humanos tan agobiados como él. En un banco del parque, a la sombra, lee en su periódico de siempre las últimas novedades. Terribles. En ellas, incrustado como la mugre en las uñas, hay siempre dinero, mucho dinero, un dinero imposible de visualizar, de imaginarse siquiera, de averiguar para qué sirve tal acumulación y acaparamiento. Por la edad, nuestro amigo aún acostumbra a contar en pesetas, sobre todo cuando son cantidades grandes. Cinco mil millones. Veinte mil millones. Un vértigo.
Se asombra José K. de que todos estos facinerosos con foto en la portada del diario deban sus inmensas fortunas a cantidades llamadas “comisiones”, escondidas en cajas fuertes de bancos dirigidos por otros aún más ricos, más facinerosos que ellos mismos, si atendemos como pruebas de su alma delincuente sus muchas multas por eso, por facinerosos. Y si esos 50 millones de euros, o más de 8.000 millones de pesetas, son apenas el liquidillo que rezuma del bidón, ¿qué no llevará dentro el recipiente? ¿Las comisiones son un 1%, por ejemplo? ¿El monto total es, pues, de 5.000 millones de euros, más de 800.000 millones de pesetas, el que pasaba por sus cuentas o, por mejor decir, por las cuentas del partido? Pueden hacer el cálculo con un 3%, o incluso con el 50%, que es igual de mareante. Resten, si gustan, la parte que se quedaba entre los dedos de gente tan emprendedora —¡qué risa!— como Francisco Correa o el Bigotes. Y cuenten, además, con el consejero de la comunidad x, o el alcalde de y.
El presidente debería comprometerse a devolver cada euro que se ha llevado Luis Bárcenas
Es entonces, por esa deriva de la que hablábamos, cuando José K., vena a punto de estallar, manos un punto temblorosas, pronuncia la palabra lumpenproletariado. Y le gusta como suena. Cree, además, que si Carlos Marx, sí, Carlos Marx, ¿pasa algo?, viviera hoy, ya no hablaría de “vástagos degenerados y aventureros de la burguesía, vagabundos, licenciados de tropa, licenciados de presidio, huidos de galeras, timadores, saltimbanquis, lazzaroni, carteristas y rateros, jugadores, alcahuetes, dueños de burdeles, mozos de cuerda, escritorzuelos, organilleros, traperos, afiladores, caldereros o mendigos*”.
Seguramente utilizaría el término —lumpenproletariado— para incluir a todos los que ha expulsado el capitalismo salvaje de ese falso paraíso creado por los neoliberales para hacer más ricos a los ricos de siempre y más pobres a los pobres de siempre. Para utilizar el lenguaje convenido entonces, “aquella parte de la clase obrera que queda fuera del proceso de producción y socialmente marginada”. ¿Les suena? Ahí, en ese saco, metería por ejemplo al medio millón de parados con más de 55 años, carne desgastada que ya no encontrará un trabajo decente. O al millón de jóvenes, ese ejército de mano de obra tirada, aplastada, despreciada. ¿Mujeres, también? Claro: 2.700.000.
No entiende José K., con tantas desvergüenzas al aire, miles de zarajos enrollados en varas llenas de herrumbre, miserables despojos escandalosamente expuestos al sol de una sociedad que un día quiso ser justa y solidaria, cómo es posible que todavía el presidente del Gobierno no haya salido a pedir perdón, cuando menos, a ese lumpenproletariado al que ha condenado a pena de vida, por el latrocinio de ese tesorero que él mismo nombró, a dedo, hace apenas cinco años. Tú eres la persona en la que más confío, la más honrada y más justa que he encontrado para llevar el control de los miles de millones que se mueven en mi casa, le diría entonces. Yo lo certifico y por eso te nombro.
Nunca se debe permitir que un gobernante no dé la cara; debe explicar qué es lo que ha ocurrido
Es inexplicable, pues, que el señor presidente no haya comparecido en televisiones públicas —hay muchas— y en hora de máxima audiencia. Pido humildemente su perdón, debería decir en un plano frontal, vamos a devolver a la sociedad todos y cada uno de los euros que se ha llevado Luis Bárcenas, ese señor que convivía con nosotros en la misma casa, puerta con puerta, reunión tras reunión, café tras café, y al que hicimos ni más ni menos que senador, otro sueldo para la buchaca. Ese mismo caballero al que hemos defendido a capa y espada, a quien hemos mantenido sueldo astronómico y prebendas variadas cuando todo el mundo ya estaba al cabo de la calle de su calaña. Haremos lo mismo con lo robado por nuestros alcaldes, y nuestros consejeros, y hasta devolveremos todos esos sobresueldos sucios y escandalosos. ¿Dimitir? Quizá, pero antes, aquí están mis manos, quemadas, abrasadas por tantas y tantas mentiras. ¿Qué quieren que haga con ellas?
Luego saldría José Antonio Griñán, para explicarnos cómo ha sido posible que se nombrara para esos cargos que él sabe —cientos de millones a discreción— a esos personajes que él sabe. Y los sindicalistas andaluces, o de donde sean, si se confirman las coimas, los untos, los sobornos, pónganse el chubasquero y vayan a las fábricas a llorar frente a sus afiliados, a vomitar su incompetencia y su desidia. Y obren en consecuencia. También, claro, los dirigentes empresariales, que en lugar de contar días y muertos y escupirlos a los trabajadores, deben suplicar indulgencia por haber mantenido como gran capo de todos ellos, tan atildados, a un señor —Gerardo Díaz Ferrán, se llama— que hoy pasea por Soto del Real tras posar de frente y de perfil. Como los cacos. El patrón de patrones, le llamaban. Se ahorra José K. el juego de la aliteración, por grosera obviedad. ¿Pujoles variados? También. ¿Y quizá se olvida del otrora afamado balonmanista? En absoluto, pero le importa menos, porque duques de Palma solo hay uno y el daño, por tanto, es casi molecular.
Pasen de uno en uno los convocados por ese elevado estaribel que se puede montar en cualquier plaza pública y canten la palinodia. Ya ha llegado el tiempo de los gritos a voz en cuello… y en público. Dejen de murmujear y aúllen sus vergüenzas. ¿Alguien les perdonará? Quizá. Pero José K. lo deja claro: Yo, no. A la calle. Fuera. Ni verlos.
La responsabilidad jurídica les llevará a todos ellos hasta donde digan —con mayor o menor acierto y/o valentía— los señores magistrados. Pero la responsabilidad política —y moral— es otra cosa. Nunca, jamás, se debe permitir al gobernante el insulto del silencio. Porque les mantenemos todos nosotros, los ciudadanos, incluidos los que han dejado sin Ley de Dependencia, sin beca o sin sanidad gratuita. La mínima decencia les obliga a dar la cara, a que nos expliquen qué han hecho o qué han dejado hacer.
Porque ya no les vamos a dejar, levanta la barbilla José K. —se queda nuestro amigo muy gracioso, venerable en su pose, pero chisgarabís en su presencia física—, que se zafen de sus obligaciones, como han hecho durante tantos años, y jueguen al disimulo, como escenificaban estos amigos nuestros:
—De todos los que conozco, usted es el más cronco— dice Calac.
—Y usted el más petiforro —dice Polanco—. Me llama cronco a mí, pero se ve que nunca se ha husnado la cara en un espejo.
(Les ruego permitan al anciano narrador rendir un homenaje —¡ay!— a la Rayuela de Julio Cortázar en su 50º aniversario).

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